Gloria Amparo Cuaspud amarra el borrego para iniciar la trasquila, una tarea que en su resguardo indígena se ha hecho de generación en generación. El viento helado agita las flores de guanto que protegen la entrada de la que, ahora, es su casa a los pies del cerro Colimba, en Guachucal, Nariño. Mientras tanto, su hijo y su nieto sostienen las patas del animal inquieto.
Es el último día de la luna creciente de enero y la tarea no puede esperar porque dice la tradición que se perderían los beneficios de que a la oveja le crezca más lana. Cuidando de no lastimar al animal con las tijeras, Gloria habla de “la recuperación”, un proceso del que ella hizo parte y en el que, junto a otros indígenas del pueblo de los Pastos, ocuparon las tierras originarias que les pertenecían pero que, al ser las más fértiles, fueron usurpadas por terratenientes desde la Colonia.
“Es la mejor tierra. Cuando supimos que teníamos una escritura de título colonial, entendimos que los terratenientes eran los invasores y le habían quitado la tierra a nuestros mayores”, explica Gloria. La historia oral, transmitida por las mujeres, destaca a mama Micaela García Puenambás, cacica de Guachucal en el siglo XVII, como precursora de este proceso y por eso la llaman “la primera recuperadora”.
El proceso es narrado en la publicación Mujeres pastos por la recuperación de las tierras en la que cuatro mujeres indígenas Pastos, antropólogas e integrantes del colectivo Qué Decís, reconstruyeron, con el acompañamiento del Centro de Memoria Histórica en 2020, los principales momentos de esa lucha a través de las voces de las mayoras y mayores de los resguardos de Guachucal y Cumbal.
Las antropólogas cuentan que las recuperaciones fueron reclamos de tierras por vías legales y de hecho basadas en documentos que los mayores guardaron durante casi tres siglos. “Entre 1987 y 1991 la lucha contra los hacendados que habían usurpado las tierras de Guachucal tuvo sus momentos más álgidos”, explican.
Gloria, recuerda ese momento con orgullo mientras sigue trasquilando la oveja. “En la recuperación éramos nosotras al frente. Yo tenía 18 años. Nos mandaban la fuerza pública y ahí estábamos con mi mamá, mis hermanas, las vecinas”. En su relato destaca la tristeza de ver a los hijos irse por falta de opciones económicas como impulso para resistir las apaleadas que recibían en este mismo terreno en el que ahora mismo está terminando de apilar la lana que, luego, sus compañeras de la organización Nalnao usarán para tejer.
Camila Novoa, integrante también de Nalnao, exclama desde el corredor: “Todo esto es tierra indígena, tierra recuperada”, y señala la llanura verde y extensa en la que se ven viejos mojones cubiertos por maleza. Detrás de sus palabras hay admiración por esas mujeres que como Gloria y las demás integrantes de Nalnao se juntaron para defenderse.
Nalnao surgió como organización en 2007 para promover la identidad y la autonomía económica y los derechos de las mujeres indígenas en Guachucal.
Aunque Camila es de origen campesino, decidió unirse a Nalnao porque considera que las mujeres indígenas son un ejemplo de liderazgo en la región. Ella, que pertenece a una generación más joven y las apoya en la escritura de proyectos, considera que las mujeres recuperadoras en Guachucal han sido una columna de todos los procesos organizativos. “Antes las mujeres se dedicaban a trabajar el campo y cuidar los hijos sin tener participación en el liderazgo pero asociaciones como Nalnao han impulsado un cambio”, dice.
La tenencia de la tierra ha estado en el centro del conflicto armado en Colombia. El informe del caso “Recuperaciones de tierras lideradas por los indígenas en Tolima, Cauca y Nariño”, elaborado en 2022 por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, pudo determinar que en el país se establecieron alianzas entre hacendados, fuerza pública y grupos ilegales como estrategia para contrarrestar la recuperación de tierras.
Muchas de estas alianzas aún persisten en la región para proteger los intereses extractivistas y los monocultivos, lo cual genera desplazamientos, confinamientos o cambios en las prácticas económicas y culturales en Nariño.
Por eso, asociarse y contar con el respaldo de proyectos como Voz y Liderazgo de las Mujeres, de Oxfam Colombia apoyado por el gobierno de Canadá, ha sido importante para las mujeres nariñenses, pues juntas fortalecen sus capacidades en incidencia, planeación, gestión administrativa y comunicación para defender sus derechos.
“Nos protegemos entre todas. No solo es la mujer porque detrás de cada una de nosotras están nuestras familias. Esto fortalece el cuidado y la protección de toda la comunidad”, dice Jaquelin Ortíz, integrante de la Asociación de Mujeres independientes Awá, Asminawá, que se dedica a la recuperación de prácticas de producción ancestrales y el cuidado del agua en Ricaurte, Nariño.
La Corte Constitucional en 2011 decretó que el pueblo Awá se encontraba en riesgo de exterminio debido al conflicto armado. De ahí que la transformación del chiro o banano bocadillo en harina, sea una opción frente a los cultivos ilícitos, una innovación para generar ingresos sin irse del territorio y una contribución a la seguridad alimentaria que complementa el uso tradicional de la fibra que originariamente ha sido utilizada para tejer los canastos que caracterizan sus cocinas.
Las mujeres indígenas han sobrevivido a siglos de violencia, despojo y racismo en Nariño, pero continúan tejiendo los vínculos con su tierra, su cultura y su entorno. Cada mochila o ruana que sale de las manos de las mujeres en Guachucal y cada libra de harina o canasto trenzado con chiro producido por las mujeres Awá, lleva implícita su historia de resistencia y es una declaración de paz.
La diversidad en Nariño es imponente. En poco tiempo es posible estar en Guachucal, el segundo municipio más alto de Colombia, y luego dejar el balido de las ovejas para descolgarse por la cordillera y dejar que el frío de los huesos se reconforte con la brisa del mar Pacífico en Tumaco.
La carretera, más bien solitaria, serpentea entre las montañas para conectar páramos, bosques húmedos, manglares y cultivos extensivos de palma. Parte de ella la demarca el oleoducto trasandino, un tubo oxidado que transporta petróleo y ha sido dinamitado múltiples veces por los diferentes grupos armados que han controlado la zona.
Los avisos en la carretera anuncian poblaciones que el resto de Colombia desconoce o solo ha escuchado sus nombres en titulares periodísticos sobre masacres, desplazamientos, confinamientos, reclutamiento de menores de edad, violencia sexual y emergencias ambientales. Cruzar por territorios como Ricaurte, Llorente o La Guayacana es reconocer que la paz es un anhelo por concretar.
Marcas en las fachadas con nombres de distintos grupos armados dan cuenta de que la disputa territorial sigue afectando a las comunidades indígenas, afro y campesinas que habitan esta región del país y que, según el informe final de la Comisión de la Verdad, hoy todavía se ven amenazadas por la economía cocalera tanto en las formas de subsistencia como en las prácticas culturales.
Estar juntas ha sido la mejor manera que las mujeres han encontrado para persistir en el largo proceso que implica alcanzar la paz. Afuera de su casa de madera en el barrio Once de noviembre en Tumaco, Nubia Castillo, integrante de la organización Caminos de Mujer, comenta que para muchas de ellas, que viven en las veredas y el campo, el solo hecho de asociarse les permite sentir más confianza y conocer sus derechos ya que “muchas éramos muy sumisas”, enfatiza.
Y es que las mujeres campesinas, negras e indígenas han tenido que hacerle frente a las múltiples formas de la violencia en sus territorios. El Observatorio de Género de la Universidad de Nariño plantea en la publicación En clave de género que “la violencia contra las mujeres es un problema de grandes proporciones que amenaza la posibilidad de avanzar en el proceso de consolidar la paz” y esto es una realidad que las cifras han evidenciado en el tiempo. Por ejemplo, según el informe Cifras de Violencia Sexual en el marco del conflicto armado, usando cifras del OMC, plantea que entre 1958 y 2016, el departamento de Nariño es el tercero con más casos reportados, un total de 985, mayoritariamente contra mujeres. Así mismo, refleja que del total de mujeres víctimas en el país de delitos contra la libertad y la integridad sexual, 20% se identifican como mujeres afrocolombianas o negras y 5% como indígenas.
Las mujeres nariñenses han sido víctimas directas de la guerra, pero además, como lo muestran las estadísticas del Observatorio de Género, gran parte de ellas enfrentan la violencia machista en sus propias familias y comunidades.
Frente a esta realidad, los procesos organizativos representan espacios protectores y de aprendizaje. Mientras Nayari Ortiz muestra las fibras del banano bocadillo o chiro, un producto agrícola con el que el pueblo Awá también hace artesanías, cuenta que ella y sus compañeras sentían que para hablar de paz debían empezar por recuperar la autoconfianza. “A eso fue lo que nos ayudó Oxfam, a reconstruirnos primero a nosotras mismas”, explica esta mujer indígena que integra la organización Asminawá en el municipio de Ricaurte.
Melva Nayari se refiere al proyecto “Voz y liderazgo de las mujeres – Colombia” en el que Oxfam, con el apoyo del Gobierno de Canadá, promueve la igualdad de género y el reconocimiento de los aportes de las mujeres y las niñas rurales en la paz territorial en cinco departamentos, incluido Nariño.
Maria del Carmen Guandia, recuerda que decidió hacer parte de la organización Nalnao porque quería aprender: “Mi vida no era fácil pero aquí uno aprende a defenderse porque a veces existe el maltrato y hay que saber nuestros derechos”, afirma sonriente y agrega que se siente tranquila porque “es un cambio de lo que tengo que hacer en mi casa, es como un descanso mental y psicológico”.
Mientras Melva Nayari fortalece su confianza en medio de la selva húmeda del territorio Awá y Maria del Carmen conoce en su adultez que tiene derecho a una vida libre de violencias en lo alto de las montañas nariñenses; la lideresa de Caminos de Mujer, Luz Mary Rosero, señala frente al mar pacífico que son las mujeres las que se apoyan entre sí cuando las instituciones no aparecen.
Luz Mary enfatiza en que el valor de asociarse es posibilitar que las mujeres dejen el miedo y en ese propósito es importante contar con el apoyo de organizaciones más grandes como Oxfam para que puedan continuar fortaleciendo sus capacidades de incidencia y participación política. Incluir las voces de mujeres como ellas hace parte de los retos de concretar el anhelo de la paz.
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